Cada día tengo más dudas acerca de quién diablos es Care Santos. Si es la misma insulsa que todas las mañanas me mira desde el espejo del baño o es esa que, de vez en cuando, hace algo que merece la atención ajena. La atención de gente de fiar, quiero decir.
Cronológicamente, ambas estamos muy puestas de acuerdo desde antiguo: más de cuarenta años ya de coincidir en todas partes: en las mismas calles, y cines y teatros y restaurantes, en aquella facultad de Derecho donde ambas nos aburrimos tanto, en la misma playa de Malgrat, en el mismo periódico barcelonés de los primeros tanteos con la palabra, en los mismos cuerpos amados, en las mismas amistades que compartimos.
Pero hay entre nosotras abismos que nos separan cada vez más: la que me mira desde el espejo nunca se atrevería a opinar, ni a levantar la voz, ni a subir al escenario. Es la que admira desde la pequeñez, y ordena por colores y tamaños sus admiraciones, se emociona con la palabra ajena y deletrea nombres a quienes sabe que jamás podrá alcanzar. Es la que teme por todo, la permanentemente hiperestésica, la acomodaticia, la que no es nunca tan feliz como entre fogones, cocinando un arroz o inventando un pastel de chocolate. Es la que cree los ojos de sus hijos poblados de pequeños milagros, la que aspira a plantar un limonero en tierra propia y verlo crecer, la que es capaz de extrañar durante años, la que entiende, tristemente, que los ideales no existen para ser cumplidos. La odiosa.
La otra es mujer de mundo y jamás se siente extraña en ninguna parte si lleva consigo un cuaderno y un amigo. Tantas veces la han seducido tierras lejanas y acentos extraños que ya no podría entenderse sin ese aprendizaje de la soledad que tanto tiene que ver con la escritura. Sabe ser incómoda y respondona, aunque no siempre lo hace. No se resigna a mirar la función desde lel patio de butacas, porque ha descubierto que en el escenario se siente como en casa. Ante el blanco del papel siempre trata de matar al padre, pero nunca sabe si lo consigue, y por eso sigue intentándolo. Apunta alto, ambiciona, trabaja, se rebela y todavía cree que hay ideas que algún día salvarán al mundo.
Las dos se hacen préstamos sin cesar, ambas están en deuda con la otra. Entre las dos, a partes iguales, han escrito algunas cosas, han salido en los periódicos, han subido a algunos escenarios.
Nos odiamos. Tanto como lo hacen los que se necesitan.