“Así como el practicante de meditación se asombra de advertir cuán poco alerta está en su vida cuotidiana, lo primero que descubre cuando comienza a cuestionar el yo no es la carencia de ego sino su total egocentrismo. Constantemente pensamos, sentimos y actuamos como si tuviéramos un yo que proteger y preservar. La menor intrusión en el territorio del yo (la astilla en el dedo, el vecino bullicioso) despierta temor y furia. La menor esperanza de exaltación del yo (ganancia, elogio, fama, placer) despierta codicia y afán. Todo indicio de que una situción es irrelevante para el yo (aguardar un autobús, meditar) provoca aburrimiento. Tales impulsos son instintivos, automáticos, ubicuos y poderosos. En la vida cotidiana los damos por sentados. Los impulsos por cierto están allí y acontecen constantemente, ¿pero qué sentido tienen a los ojos del practicante inquisitivo? ¿Qué clase de yo respalda tales actitudes?”