“Hasta ahora había deseado permanecer eternamente en los diecisiete o dieciocho años. Pero ya no lo pretendo. Ya no soy un adolescente. Tengo sentido de la responsabilidad. Kizuki, ya no soy el que estaba contigo. He cumplido veinte años. Y debo pagar un precio por seguir viviendo.”
“–Ya cásate conmigo doctor, te estás haciendo viejo –le propuso.–Tengo un hijo con otra mujer y te llevo veinte años –contestó el doctor Cuenca.–Ya lo sé –dijo ella–, por eso te estoy apurando.”
“Han pasado los años, y a la larga he terminado por asumir mi identidad: yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Voy por el mundo sombrero en mano, y en los estadios suplico: una linda jugadita, por amor de Dios. Y cuando el buen fútbol ocurre, agradezco el milagro sin que me importe un rábano cuál es el club o el país que me lo ofrece.”
“En aquel tiempo yo tenía veinte años y estaba loco. Había perdido un país pero había ganado un sueño. Y si tenía ese sueño lo demás no importaba.”
“Pero esperaba con paciencia. Ya no creía en el poder de la palabra. Nunca salvaba nada. A los setenta años había acabado creyendo únicamente en el tiempo.”
“Así que ahora soy una chica casi civilizada. Ya tengo Visa y teléfono móvil. ¿Qué será lo próximo? ¿Ropa chula hiperceñida? ¿Un coche? ¿Novio?”