“(...) él había pensado más que otros hombres, poseía en asuntos del espíritu aquella serena objetividad, aquella segura reflexividad y sabiduría que sólo tienen las personas verdaderamente espirituales, a las que falta toda ambición y nunca desean brillas, ni convencer a los demás, ni siquiera tener razón.”
“Aquella mirada decía: "¡Mira, estos monos somos nosotros! ¡Mira, así es el hombre!" Y toda celebridad; toda discreción, todas las conquistas del espíritu, todos los avances hacia lo grande, lo sublime y lo eterno dentro de lo humano, se vinieron a tierra y eran un juego de monos...”
“¡Ah, es difícil encontrar esa huella de Dios en medio de esta vida que llevamos, en medio de este siglo tan contentadizo, tan burgués, tan falto de espiritualidad, a la vista de estas arquitecturas, de esta política, de estos hombres! ¿Cómo no había yo de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención? No puedo aguantar mucho tiempo ni en un teatro ni en un cine, apenas puedo leer un periódico, rara vez un libro moderno; no puedo comprender qué clase de placer y de alegría buscan los hombres en los hoteles y en los ferrocarriles totalmente llenos, en los cafés repletos de gente oyendo una música fastidiosa y pesada; en los bares y varietés de las elegantes ciudades lujosas, en las exposiciones universales, en las carreras, en las conferencias para los necesitados de ilustración, en los grandes lugares de deportes[...] Y lo que, por el contrario, me sucede a mí en las raras horas de placer, lo que para mí es delicia, suceso, elevación y éxtasis, eso no lo conoce, ni lo ama, ni lo busca el mundo más que si acaso en las novelas; en la vida, lo considera una locura.”
“Comprendí al punto: era la lucha entre los hombres y las máquinas, preparada, esperada y temida desde hace mucho tiempo, la que por fin había estallado. Por todas partes yacían muertos y mutilados, por todas partes también automóviles apedreados, retorcidos, medio quemados; sobre la espantosa confusión volaban aeroplanos, y también a éstos se les tiraba desde muchos tejados y ventanas con fusiles y con ametralladoras. En todas las paredes anuncios fieros y magníficamente llamativos invitaban a toda la nación, en letras gigantescas que ardían como antorchas, a ponerse al fin al lado de los hombres contra las máquinas, a asesinar por fin a los ricos opulentos, bien vestidos y perfumados, que con ayuda de las máquinas sacaban el jugo a los demás y hacer polvo a la vez sus grandes automóviles, que no cesaban de toser, de gruñir con mala intención y de hacer un ruido infernal, a incendiar por último las fábricas y barrer y despoblar un poco la tierra profanada, para que pudiera volver a salir la hierba y surgir otra vez del polvoriento mundo de cemento algo así como bosques, praderas, pastos, arroyos y marismas. Otros anuncios, en cambio, en colores más finos y menos infantiles, redactados en una forma muy inteligente y espiritual, prevenían con afán a todos los propietarios y a todos los circunspectos contra el caos amenazador de la anarquía, cantaban con verdadera emoción la bendición del orden, del trabajo, de la propiedad, de la cultura, del derecho, y ensalzaban las máquinas como la más alta y última conquista del hombre, con cuya ayuda habríamos de convertirnos en dioses.Pensativo y admirado leí los anuncios, los rojos y los verdes; de un modo extraño me impresionó su inflamada oratoria, su lógica aplastante; tenían razón, y, hondamente convencido, me quedé parado ya ante uno, ya ante el otro, y, sin embargo, un tanto inquieto por el tiroteo bastante vivo. El caso es que lo principal estaba claro: había guerra, una guerra violenta, racial y altamente simpática, en donde no se trataba de emperadores, repúblicas, fronteras, ni de banderas y colores y otras cosas por el estilo, más bien decorativas y teatrales, de fruslerías en el fondo, sino en donde todo aquel a quien le faltaba aire para respirar y a quien ya no le sabia bien la vida, daba persuasiva expresión a su malestar y trataba de preparar la destrucción general del mundo civilizado de hojalata. Vi cómo a todos les salía risueño a los ojos, claro y sincero, el afán de destrucción y de exterminio, y dentro de mí mismo florecían estas salvajes flores rojas, grandes y lozanas, y no reían menos. Con alegría me incorporé a la lucha.”
“Nunca como en esta hora me parecía que me había hecho tanto daño la simple razón de tener que vivir.”
“Es una mera ficción eso de que no existe un puente de unión entre una y otra gente, y que todos viven en la soledad y la incomprensión. Por lo contrario, lo que la gente tiene en común con los demás es algo más grande e importante de lo que cada ser humano tiene por naturaleza y lo que lo distingue de los demás.”
“Nos sentimos tentados a creerlos caprichos nuestros, creaciones propias, vemos vacilar y disolverse la frontera entre nosotros y la naturaleza, y adquirimos conciencia de un estado de ánimo en el que no sabemos si las imágenes en nuestra retina provienen de impresiones exteriores o interiores. En ningún otro momento descubrimos con tanta facilidad la medida en que somos creadores, en que nuestra alma participa constantemente en la recreación de la vida. Una misma divinidad invisible actúa en nosotros y en la naturaleza, y si el mundo exterior desapareciera, cualquiera de nosotros sería capaz de reconstruirlo, porque los montes y los ríos, los árboles y las hojas, las raíces y las flores, todo lo creado en la naturaleza, está ya prefigurado en nosotros: proviene del alma, cuya esencia es eterna, y escapa a nuestro conocimiento, pero que se nos hace patente como fuerza amorosa y creadora.”