“La atraía su cara, no por lo hermosa ni lo perfecta sino por lo viril, por lo indiscutiblemente masculina, la frente amplia y despejada las mandíbulas anchas, de huesos marcados, y la barbilla de fuerte presencia. Era imberbe, se veía en la tersura de su piel cobriza, que parecía la de un zagal, aunque a leguas se notaba que había pasado los treinta. ‘¡Qué hermosos ojos!’, pensó, y reconoció que, más allá del increíble gris perla del iris, eran las pestañas, tan pobladas, tan arqueadas, las que hacían de su mirada de las más bonitas que había visto.”