“Dios mío, pensó ella, era el mismísimo cielo. ¿Acaso los demonios tenían las llaves del paraíso? Entre sus brazos y sobre sus rodillas se sentía a salvo. Enfermizamente a salvo y jodidamente caliente.”
“Cerró los ojos y en los labios sintió sus labios calientes, y en las mejillas sus lágrimas, que quizá no eran suyas, y en la cabeza sus manos ligeras, sujetándosela y conteniendo los pensamientos, confinándolos en el espacio que ya no existía entre ellos.”
“Sus pies son hermosos, sus ojos radiantes, sus brazos y sus pechos son el paraìso, su encanto supera todas las maravillas que jamàs hayan deslumbrado al hombre; y, del mismo modo que el imàn arrastra inevitablemente al metal, la mujer arrastra inevitablemente a los hombres.”
“—Cuando bajaste las escaleras y caíste sobre mí, ese fue el momento. — Luego, sus labios se presionaron contra los míos.”
“Pensó en Harak y en sus aires de superioridad. En Holdar y sus modales groseros. Y también pensó en Robian y en cómo se había desentendido de ella cuando más lo necesitaba.”
“Se detuvo a medio camino para mirar atrás. De pie y temblando en el agua y no de frío porque no hacía ninguno. No le hables. No la llames. Cuando se acercó, él le tendió la mano y ella la tomó. Era tan pálida en el lago que parecía estar ardiendo. Como una luz fosforescente en un bosque tenebroso. Que ardía sin llama. Como la luna que ardía sin llama. Sus cabellos negros flotaban en el agua alrededor, caían y flotaban en el agua. Ella le rodeó el cuello con su otro brazo y miró hacia la luna en el oeste no le hables no la llames y entonces volvió su rostro hacia él. Más dulce por el hurto de tiempo y carne, más dulce por la traición. Grullas que anidaban y se sostenían sobre una pata entre las cañas de la orilla sur habían sacado sus esbeltos picos de debajo de las alas para vigilar. ¿Me quieres?, preguntó ella. Sí, dijo él. Pronunció su nombre. Dios mío, sí, dijo.”