“Nos pasábamos los minutos sobrantes cazando ratas, que debían de haber pensado que la desaparición de los gatos de la ciudad era la respuesta a todas sus antiguas plegarias, hasta que comprendieron que ya no había nada que comer en la basura.”
“¿Será justo abandonar a la patria en estos momentos solemnes en que va a necesitar de toda la abnegación de sus hijos los humildes para que la salven, para que no la dejen caer de nuevo en manos de sus eternos detentadores y verdugos, los caciques?”
“Los días lluviosos son el recuerdo de un castigo mayor para la ciudad. Un poco de lluvia siempre se convierte en una caótica inundación. Las calles regresan entonces a su origen: se hacen lagunas, canales, ríos pestilentes. En ellos aparece el reflejo de los edificios, de la gente, sus dobles sepultados. La pregunta que se hacen los capitalinos tarde o temprano en medio de un chubasco es la misma que obsesionaba a los europeos que deambulaban por la destruída ciudad de México: ¿qué había antes aquí? A lo largo de los siglos, la respuesta es siempre la misma: lo que quedó de una catastrofe.”
“Por otra parte, el diablo no aparecía siempre como una figura repulsiva, sino como un reflejo de la propia conciencia. La culpa nacía de lo que había dejado de hacerse –la vida no vivida– y no de lo que se había hecho. Así, más que por la imagen misma, la angustia era provocada por el vacío en que había caído la existencia como en un pozo interminable […] Dante decía que no hay mayor dolor que en los tiempos de infelicidad recordar los tiempos felices, Quizá no es menor el dolor de imaginar la dicha que nos negó nuestro temor a vivir.”
“En las noches de invierno, mientras hervía la sopa en la chimenea, añoraba el calor de su trastienda, el zumbido del sol en los almendros polvorientos, el pito del tren en el sopor de la siesta, lo mismo que añoraba en Macondo la sopa del invierno de la chimenea, los pregones del vendedor de café y las alondras fugaces de la primavera. Aturdido por dos nostalgias enfrentadas como dos espejos, perdió su maravilloso sentido de la irrealidad, hasta que terminó por recomendarles a todos que se fueran de Macondo, que olvidaron cuanto él les había enseñado del mundo y del corazón humano, que se cagaran de Horacio y que en cualquier lugar en que estuvieran recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.”
“¿Qué es hoy día la ciudad de México? Una mancha expansiva que se trepa por los cerros. Un inmenso lago desecado que, en venganza por la destrucción a la que fue sometido, va mordisqueando los cimientos de los edificios hasta tragárselos por completo. Un amontonamiento de casas a medio construir que exhiben las varillas de la esperanza de un segundo piso que nunca se construye […]”