“Lo vi haciendo planes, lo vi bebiendo apoyado en la ventana, lo vi recibiendo a Cesárea Tinajero que venía con una carta de recomendación de Manuel, lo vi leyendo un librito de Tablada, tal vez aquel en donde José Juan dice: "bajo el celeste pavor/ delira por la unica estrella/ el cántico del ruiseñor". Que es como decir, muchachos, les dije, que veía los esfuerzos y los sueños, todos confundidos en un mismo fracaso y ese fracaso se llamaba alegría. - R. Bolaño”

Roberto Bolaño

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“Le tendí la mano (no sé por qué, no soy dado a estos formalismos, al menos no en un bar y de noche) y él vaciló antes de darme la suya. Cuando se la estreché mi sorpresa fue mayúscula. Su diestra, que esperaba suave y vacilante como la de cualquier adolescente, exhibía al tacto una acumulación de callosidades que le daba una apariencia de hierro, una mano no demasiado grande, de hecho, ahora que lo pienso, ahora que vuelvo a aquella noche een los suburbios de Irapuato, lo que aparece ante mis ojos es una mano pequeña, una mano pequeña rodeada u orlada por los exiguos resplandores del bar, una mano que surge de un lugar desconocido, como el tentáculo de una tormenta, pero dura, durísima, una mano forjada en el taller de un herrerro.”


“El silencio de la muerte es el peor de los silencios, porque el silencio rulfiano es un silencio aceptado y el rimbaudiano es un silencio buscado, pero el silencio de la muerte es el que corta de tajo lo que pudo ser y nunca más va a poder ser, lo que no sabremos jamás.”


“[Los alumnos de Almafitano aprendieron...]Que la principal enseñanza de la literatura era la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo. Que no era más cómodo leer que escribir. Que leyendo se aprendía a dudar y a recordar. Que la memoria era el amor.”


“Es inútil. El vacío auténtico, como un blindaje, acoraza su vida. Se detiene junto a una silla, la toma por el respaldar, hace ruido con ella golpeando las patas contra el piso; pero este ruido es insuficiente para desteñir el vacío teñido de gris. Deliberadamente hace pasar ante sus ojos paisajes anteriores, recuerdos, sucesos; pero su deseo no puede engarfiar en ellos, resbalan como los dedos de un hombre extenuado por los golpes de agua, en la superficie de una bola de piedra. Los brazos se le caen a lo largo del cuerpo, la mandíbula se le afloja. Es inútil cuanto haga para sentir remordimiento o para encontrar paz. Igual que las fieras enjauladas, va y viene por su cubil frente a la indestructible reja de su incoherencia. Necesita obrar, mas no sabe en qué dirección. Piensa que si tuviera la suerte de encontrarse en el centro de una rueda formada por hombres desdichados, en el pastizal de una llanura o en el sombrío declive de una montaña, él les contaría su tragedia. Soplaría el vien­to doblando los espinos, pero él hablaría sin reparar en las estrellas que empezaban a ser visibles en lo negro. Está seguro que aquel círculo de vagabundos comprendería su desgracia; pero allí, en el corazón de una ciudad, en una pieza perfectamente cúbica y sometida a disposiciones del digesto municipal, es ab­surdo pensar en una confesión. ¿Y si lo viera a un sacerdote y se confiara a él? Mas, ¿qué puede decirle un señor afeitado, con sotana y un inmenso aburri­miento empotrado en el caletre? Está perdido, ésa es la verdad; perdido para sí mismo.”


“Escucha siempre con atención, Max, las palabras que dicen las mujeres mientras son folladas. Si no hablan, bien, entonces no tienes nada que escuchar y probablemente no tendrás nada que pensar, pero si hablan, aunque sólo sea un murmullo, escucha sus palabras y piensa en ellas, piensa en su significado, piensa en lo que dicen y en lo que no dicen, intenta comprender qué es lo que en realidad quieren decir. Las mujeres son putas asesinas, Max, son monos ateridos de frío que contemplan el horizonte desde un árbol enfermo, son princesas que te buscan en la oscuridad, llorando, indagando las palabras que nunca podrán decir.”


“Los detectives eran como el vino, pensó Cayetano, como el vino, el ron, el tequila o la cerveza, hijos de la tierra y su clima, y quien lo olvidaba terminaba cosechando fracasos. ¿Podía alguien imaginarse a Philip Marlowe frente a la catedral de La Habana? Lo achicharraría el sol de las dos de la tarde, y lo despojarían hasta del sombrero y el impermeable sin que ni siquiera lo notara. ¿O a Miss Marple caminando con su paso lento y distinguido, de dama ya mayor, por el centro de Lima? Se intoxicaría con el primer cebiche que probara, los siniestros taxistas limeños la desviarían del aeropuerto a una casucha, donde la estarían esperando un par de facinerosos. No encontrarían ni su placa de bien montados dientes falsos. ¿Y qué decir del amanerado Hercules Poirot cruzando el mercado Cardonal de Valparaíso con el traserito erguido y las manos enguantadas de blanco? Le hurtarían el bastón de caña, el reloj de bolsillo con cadena de oro y hasta el sombrero de hongo. La gente se burlaría de ellos en sus propias narices, los perros vagos los corretearían a dentelladas y los niños de la calle los apedrearían con crueldad.”